Durante muchos siglos, los crímenes eran castigados con penas que ahora nos parecen terribles porque se quería escarmentar a sus responsables. En Barcelona, en julio de 1612, se vivió un caso que ha dejado un curioso rastro documental.
Había corrido la voz por la ciudad y un grupo de curiosos se había acercado enseguida para no perderse ningún detalle del espectáculo. La comitiva avanzaba con pena y esfuerzo. A pesar de que lo que se veía más era la escalera, la gente solo se fijaba en aquel hombre que caminaba con la cabeza gacha, con un ridículo sombrero en la cabeza y un cartel colgado en el pecho. Los insultos y los escupitajos iban marcando el paso lento y avergonzado del condenado, que no se atrevía a levantar la mirada del suelo.
Cuando llegaron a la plaza de los traidores, lo hicieron subir a la escalera. El griterío fue enorme. Aquella gente ya tenía el espectáculo servido.
—Tú que sabes leer, di qué explica el cartel —le pidieron a un hombre un poco más joven que los demás. Sin dudarlo, se acercó al prisionero. Se acercó tanto que percibió un nauseabundo olor hecho de orina y sudor. Todo junto, con el calor del verano, todavía era más desagradable.
—¡Callad, que lo queremos oír! —reclamaron algunos. Imagen: Claustro del convento de Santa Caterina (AHCB, Colección de Dibujos, Subcolección de dibujos de temática barcelonesa: Topografía, reg. 19227)
En la plaza se hizo el silencio y el joven comenzó a leer en voz alta:
—Este es Gabriel Monclús, natural de la villa de Maella del reino de Aragón, el cual, inducido por el espíritu maligno, no dudó, el lunes, el día dos del presente y corriente mes de julio, sacrílegamente, en hurtar y robar las flautas del órgano de la iglesia del monasterio de Santa Caterina de la orden de los predicadores de la presente ciudad...
Tuvo que detenerse porque la plaza estalló en un alud de insultos y gritos contra el ladrón, que continuaba sin querer mirar a aquella multitud.
—¡Callad! ¡Sigue leyendo!
Imagen: Santa Caterina. Vista de un ángulo del claustro del convento. S. d. August Blanchard (AHCB, Colección de Grabados, Subcolección de Grabados de Barcelona: Topografía, reg. 12441)
El joven esperó unos instantes a que los más exaltados se hubieran desahogado.
—¡Queremos saber cuál es la condena!
Intentó gritar tanto como pudo:
—Dice que el ilustrísimo y reverendísimo señor obispo lo ha condenado a infamia pública y a permanecer en la escalera de la vergüenza con este epitafio y la mitra en la cabeza.
—¿Y qué más? —preguntó alguien.
—También dice que será desterrado de la ciudad y del obispado de Barcelona durante cinco años... Y que si vuelve antes será azotado. Imagen: Mitra de San Valero. Catedral de Roda de Isábena, del siglo XII. Fotografía de 1929 (AFB, Ayuntamiento de Barcelona, C6_080_014)
El griterío volvió a llenar la plaza. Algunos lo celebraban como una victoria, mientras otros se quejaban de que aquello les parecía demasiado poco por haber robado en el convento. Ahora bien, todos sin excepción se abalanzaron hacia la escalera para ver más de cerca a Gabriel Monclús, que podía estar bastante contento. Sufrir el escarnio público no era lo peor que le podía pasar si se comparaba con los azotes o con otros castigos físicos que se infligían a los condenados. Y eso que el convento de Santa Caterina (situado donde ahora está el mercado homónimo) era uno de los más importantes y su iglesia uno de los edificios más destacados de la ciudad.
A Monclús le habría podido salir mucho más caro aquel intento de robo, porque los Usatges de Barcelona, que recogían parte de las leyes de la época, contemplaban castigos como la castración, el vaciado de ojos o la amputación de varias partes del cuerpo, con un amplio abanico de posibilidades que iban desde la amputación de la nariz a los dedos, pasando por las orejas o las manos enteras. Y, evidentemente, también estaba la pena de muerte. Imagen: Tabla de las tasas y los salarios que deben pagar a sus carceleros los presos de las cárceles reales de la ciudad de Barcelona, del principado de Cataluña y de los condados de Rosselló y Cerdanya (1609).
Y si bien es cierto que tuvo que marcharse de las tierras de la diócesis barcelonesa, al menos podría ir a un lugar donde no fuera señalado por su crimen, porque el escarnio público marcaba a los condenados de por vida. Era una degradación social que los dejaba señalados para siempre.
No sabemos qué fue de la vida del ladrón, pero sí del cartel. Se guardó y, cuatro siglos después, se conserva en el Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona. Presenta una caligrafía generosa, clara y limpia, pensada para facilitar su lectura y, además, como había mucha gente analfabeta, el cartel se encabeza con un dibujo donde se puede ver a Gabriel Monclús en pleno robo de los tubos, guiado por el diablo en persona. Es una ilustración cargada de expresividad que enseguida te traslada al lugar de los hechos, tal y como podéis comprobar vosotros mismos. Imagen; Angela Llop - Flickr: Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona, CC BY-SA 2.0,