El trabajo de los archivos es tan callado y discreto que a veces parece que no existan. Pero su misión es vital para preservar la memoria y la historia del país. Y, en el momento más inesperado, su tarea puede cambiar la vida de una persona.
A pesar de ser 27 de noviembre, aquel mediodía en Barcelona no hacía mucho frío. Todavía faltaba un rato para que el tren se marchara, pero la Estación de Francia ya era un hormiguero. La pena y la añoranza prematura entristecían la mirada de aquellos hombres y sus familias que tardarían mucho tiempo en volverse a ver. Eran los primeros seiscientos afortunados contratados por el Tercer Reich para ir a trabajar a Alemania.
Aquel tren de Barcelona los llevaría hasta Irún y luego cambiarían de convoy en Hendaya para cruzar Francia hasta llegar a Ulm. Desde allí serían distribuidos a las diferentes ciudades donde estaban destinados. Según le habían dicho, a Carles Segarra –mecánico de la Maquinista Terrestre y Marítima– le tocaría ir a Leipzig. Pero, caminando por el andén, con la pequeña Montserrat a cuestas, no pensaba para nada en aquello. Incluso había olvidado el daño que le hacían las heridas de metralla mal curadas. Lo único que tenía en la cabeza era cómo echaría en falta a su hija, que apenas acababa de cumplir un año.
Abrazada al cuello de su padre, la criatura miraba todo aquel ir y venir, fascinada con tanto movimiento. De repente, un hombre vestido con uniforme ordenó la formación de los trabajadores. Montserrat tuvo que cambiar de manos y la cogió su madre. Besos, abrazos, lágrimas y una promesa: tan pronto como llegue, os escribiré.
La máquina empezaba a humear. Los hombres se comenzaron a distribuir por los vagones. Se sentaban en grupos en los austeros bancos de madera. Carles no lograba decidir dónde ponerse e iba avanzando sin dejar de mirar hacia fuera. A medio vagón, por fin, encontró un sitio vacío. En seguida sacó la cabeza por la ventana.
A su mujer le costó un momento darse cuenta de que su marido le hacía señales. Sin dejar ni un solo momento a la criatura, se acercó a él tanto como pudo, esquivando el gentío que había. Carles alargó los brazos y ella le dio a Montserrat para darle un último beso. Le hacía más daño el alma que la cicatriz de la guerra. Antes de devolverla a su madre, la quiso mirar un instante más. Quién sabe cuándo podría volver a ver aquellos ojos juguetones. Lo que no sabían Carles y su hija era que, en ese preciso momento, el fotógrafo Josep Brangulí apretaba el disparador de su cámara. Un instante de vida capturado para siempre en blanco y negro.
Para el mecánico Segarra, aquel viaje a Alemania fue un esfuerzo demasiado grande para su delicada salud y se vio forzado a regresar al cabo de unos meses. Murió en 1943, cuando Montserrat rondaba los tres años. Con el paso del tiempo, su padre solo fue un recuerdo cada vez más lejano que se fue difuminando.
Aquella niña se fue haciendo mayor con la pena de no tener ninguna fotografía con su padre. No se podía imaginar la sorpresa que se llevaría aquel día de 2011. En el CCCB, hacían una exposición con las fotos del fondo Brangulí conservado en el Archivo Nacional de Cataluña.
En aquellos tiempos no era como ahora, que la gente lo fotografía todo, usando el móvil a diestro y siniestro, y las imágenes en blanco y negro se nos presentan como un testimonio extraordinario de la historia del país. Brangulí estuvo por todas partes. Escenas de los años de la República, de la Guerra Civil, de la posguerra... A Montserrat le gustaba mirarlas; era como viajar en el tiempo. De repente, una foto le llama la atención. Le cuesta creer lo que ve. Se acerca. Un escalofrío le recorre la espalda. Lee la cartela que describe la foto. La vuelve a mirar. Y vuelve a leer el cartelito. El perfil de aquel hombre: la nariz, la barbilla... Está convencida de ello: ese hombre es su padre y esa criatura suspendida en el aire es ella.
Al día siguiente, en el Archivo Nacional de Cataluña recibirán una consulta. Es una señora que se llama Montserrat. Les explicará que es la niña de la foto y pedirá una copia, porque no tiene ninguna donde salga con su padre. Setenta años después, por fin tendrá un recuerdo de su infancia de posguerra, preservada para siempre gracias al trabajo de los archiveros y a la digitalización.